El protagonista de Billy Elliot no es Billy. Billy es el personaje alrededor del cual gira la trama. El protagonista es el padre de Billy.
Para Billy no es tan complicado: se trata de dejarse llevar por la “electricidad” que se activa en su cuerpo cuando baila. El padre, en cambio, se enfrenta al reto mayor de aceptar algo que no desea, el deseo de otro, su hijo Billy, que quiere bailar.
El duro minero, en la escena final, asiste a una función de baile de su hijo, sentado junto a una pareja de gays. El padre de Billy comprende que a él no se le pide ser homosexual, solo admitir que ellos tienen derecho a estar sentados a su lado, es decir, a existir.
De eso se trata la tolerancia: de aceptar la diversidad de lo humano, reconociendo el derecho a existir del «otro diferente», sin representarlo como amenaza.
Es probable que las autoridades húngaras que prohibieron recientemente el musical Billy Elliot en Budapest no tuvieran presente este principio cuando adoptaron su intolerante decisión. Es cierto: hay personas con más tendencia psicológica que otras a detectar peligros y amenazas, y buscan protegerse. La intolerancia frente a la ambigüedad ha sido estudiada como una variable perceptiva de la personalidad. El intolerante tiene miedo.
Se trata, además, de un asunto de construcción de la identidad. Como escribe el filósofo Byung-Chul Han: “El enemigo es, aunque de forma imaginaria, un proveedor de identidad”. Ese otro al que desprecio, me define. Si lo tolero, mi identidad se podría resquebrajar.
El Freud más político de la última etapa de sus escritos apuntaba en otra dirección: “…el derecho a despreciar a los que no pertenecen a su civilización les compensa de las limitaciones que la misma les impone a ellos”.
Tolerar no es solo aceptar que la lluvia caiga: es mojarse, en el regocijo de ser, aquí y ahora, junto a otros iguales a nosotros, unidos en la diferencia. Se trata de admitir la diversidad y recibirla con agrado, para escapar de lo que Byung-Chul Han denomina “el infierno de lo igual”.
Tolerar es renunciar al intento de imponer nuestro punto de vista. Tolerar es reconocer que nuestra perspectiva, por definición, es única, es decir, limitada. No solo es probable que los otros tengan parte de razón: la tienen.
Una buena noticia es que la tolerancia se puede cultivar.
En el budismo existe el término metta para referirse al sentimiento de buena voluntad hacia los demás, sin distinciones, unido a un interés activo por el bienestar de los otros.
En el campo de la investigación y la práctica psicoterapéutica basada en mindfulness (conciencia plena) existen importantes desarrollos como el programa de Entrenamiento en el Cultivo de la Compasión (CCT, Jinpa y otros, 2009) o la Terapia Centrada en la Compasión, desarrollada por el psicólogo británico Paul Gilbert.
Desear de forma consciente el bien de todos los seres, incluso de aquellos a los que odiamos, tiene la capacidad de modificar estructuras y conexiones cerebrales, generando salud y bienestar emocional, sugieren las investigaciones.
Ser tolerante y sentir compasión no es síntoma de debilidad, como creía Nietzsche, sino, todo lo contrario, de fortaleza: “…ser lo suficientemente fuerte y estar lo suficientemente seguro de las propias elecciones como para convivir sin escándalo ni sobresalto con lo diverso”, sostiene el escritor y filósofo Fernando Savater.
Eso sí, la tolerancia tiene un límite claro: dejad a los otros bailar ‘siempre y cuando’ te permitan bailar a ti. A tu manera.