Edición Europa

2023 número 3

Resiliencia - Revista cultural

El lugar del otro

El uso de la palabra “tolerancia” genera cierta incomodidad o polémica, incluso en contextos cotidianos o interpersonales. Digamos que no es un término «fácil». Cuando invocamos la tolerancia podemos encontrarnos con el efecto contrario: que nuestro interlocutor, de entrada, manifieste una actitud intolerante o impaciente, o que ponga en cuestión el hecho de tener que «tolerar» algo.  ¿A qué se debe esto?

Cuando aludimos a dinámicas personales o sociales en las que nuestras reacciones emocionales, prejuicios o conductas aprendidas pasan a un segundo plano, suscitamos incomodidad ya que requieren un ejercicio racional que no siempre estamos dispuestos a poner en práctica. La tolerancia, bien entendida, implica un grado de sensatez, humildad, objetividad emocional, compromiso moral y hacer algunas concesiones en nuestro sistema de creencias.

La interpretación de una realidad va a depender en gran parte de nuestra percepción, de nuestros filtros culturales, personales y de cuán dispuestos estemos a profundizar en la postura del «otro». No importa lo que pensemos sobre alguien. No hay manera de ponerse en su lugar. Pero hay que intentarlo con todas nuestras fuerzas. Si abrimos nuestra percepción dejando a un lado nuestros prejuicios culturales y/o personales, la tolerancia puede ser una gran herramienta para encajar en ámbitos sociales y laborales.

Haberme desarrollado como profesional del medio teatral durante más de veinte años, si bien no me ha hecho necesariamente y a priori más tolerante, sí me ha acercado al entendimiento de la diversidad humana como factor esencial del desarrollo espiritual. El hecho de asumir diferentes proyectos, guiones, equipos, directores, infinidad de compañeros de escena o plató, amén de la gran cantidad y diversidad de personajes que se desarrollan en una carrera más o menos fructífera, me ha otorgado una cierta apertura moral, un sentido de grupo por encima del individuo y la necesidad y capacidad de ponerme en el lugar del otro.

El teatro es, en sí mismo, una tribuna para desarrollar o aproximarse al concepto de tolerancia, como profesional del medio o como espectador. Si bien es verdad que es factible crear desde el conservadurismo, a mi parecer, las mejores obras de la dramaturgia universal son aquellas que, desde la comedia, el drama o la tragedia, cuestionan de alguna manera el «status quo». Las que nos plantean preguntas a veces incómodas, pero siempre útiles para nuestras vidas. Y el hecho mismo de que nos cuestionemos nos acerca a la tan promulgada tolerancia.

Si hacemos un paralelismo entre la relación «escena-espectador» y la de «sociedad-ciudadano», podríamos decir que el teatro, al servir de espejo de nuestros anhelos, miserias y pasiones, es una plataforma perfecta para desarrollar esa mirada objetiva tan necesaria para ejercer la tolerancia de forma honesta. Al ver cosas representadas en escena las procesamos de forma diferente a cuando las vivimos en carne propia o cuando las presenciamos en nuestro entorno.

En cualquiera escenario (teatral o social) habrá individuos y dinámicas que pueden no ser de nuestro agrado, y una dosis de tolerancia, cualquiera sea la interpretación del término que se aplique, será de gran utilidad.

En sociedades uniformes, cerradas y que recrearon las mismas costumbres durante siglos o décadas, la tolerancia era prácticamente un «lujo» que promovían algunos intelectuales, artistas o líderes de movimientos civiles minoritarios en un esfuerzo por expandir la conciencia colectiva.

No hay que irse muy lejos en el tiempo. Hace setenta, sesenta, o cincuenta años, las sociedades occidentales en las que hacemos vida eran, en general, mucho más intolerantes. Y lo eran a priori, sin siquiera planteárselo: hacia la mujer y sus reivindicaciones sociales, hacia las personas con discapacidades, hacia las minorías sexuales, hacia las diferencias raciales, y, en general, hacia todo lo que representara una salida de la norma.

En nuestras dinámicas e interconectadas sociedades actuales la tolerancia no es sólo una idea abstracta a ser analizada o puesta sobre la mesa como un objeto a diseccionar, sino que es prácticamente un imperativo para poder encajar como ciudadanos. Las migraciones, la globalización y la expansión de los derechos civiles han hecho que la intolerancia sea más difícil de justificar, pero no debemos bajar la guardia:  está «a la vuelta de la esquina».

Muchos de los avances culturales que hemos logrado en las últimas décadas pueden verse desmontados de un momento a otro por encantadores de serpientes, falsos profetas y populistas. Así que conviene, aun a riesgo de prestarnos a malentendidos, poner sobre la mesa conceptos como tolerancia, inclusión e integración, una y otra vez, hasta que entendamos que deben formar parte esencial y natural de nuestra condición humana. Tener la certeza de que la tolerancia, si bien no es suficiente, puede ser un punto de partida común a todos los seres humanos, independientemente de sus diferencias.

 

Martín Brassesco / Actor, docente, guionista y director, nació en Uruguay y creció en Venezuela donde cursó la carrera de Artes en la Universidad Central de Venezuela y desarrolló una amplia carrera como actor. Residenciado en Barcelona, desde hace 14 años, es el Coordinador de Contenidos de «Reflector».

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