Vivimos en un mundo tan apresurado que todo debe anunciarse, suceder y quedar atrás, rápidamente. No hay tiempo para observar nuestro alrededor y, menos aún, nuestros procesos internos.
Cuando experimentamos un cambio que percibimos como negativo, que nos impacta y nos deja tambaleando, quedamos desconcertados y sin saber cómo reaccionar; nuestro aturdimiento nos ralentiza y el transcurso del tiempo tiene otra velocidad. Quienes nos acompañan interpretan lo que nos ocurre y, generalmente, perciben que necesitamos su ayuda. Entonces comienzan las frases de consuelo que nos dan a entender que ya pasará, que no hay que quedarse en la pena, que pronto estaremos bien. Sin duda son palabras bienintencionadas y con ánimo constructivo.
Sin embargo, a la sociedad pareciera incomodarle el dolor, la pena, la angustia o la tristeza y, para tapar estas emociones, existe una multitud de opciones a nuestro alcance, desde la publicidad consumista, el new age o la farmacología, Nos empuja a ser resilientes de manera automática, sin transitar por todas aquellas etapas tan necesarias para enfrentar, procesar y finalmente adecuar en nuestro interior aquel dolor que nos desarmó y que, sin embargo, nos da la oportunidad de reacomodarnos desde otra mirada.
Necesitamos tiempo para nuestras batallas y nuestras cicatrices, necesitamos tiempo para mirarnos y ser valientes, para convivir con emociones poderosas que nos reversionan completamente. Tiempo para saber quiénes empezamos a ser después de esa experiencia; debemos ser pacientes con nosotros y aceptar que, en ocasiones, es fundamental ir a contracorriente.