Aunque la etimología de “tolerar” proviene del latín “tolere” (soportar), el uso del concepto de la tolerancia es moderno. Tolerar implica una asimetría: la parte que tolera a la otra tiene preeminencia sobre ésta, su poder es mayor, y por eso concede dejar dicho poder en suspenso, soportando a la parte más débil.
Las relaciones de tolerancia se dan entre países, instituciones y sujetos, pero, por fuerza, deben implicar una asimetría. Dos pares no se toleran el uno al otro, puesto que su potestad es igual.
Aun así, popularmente creemos tolerar a alguien por educación, por desprecio o por miedo. «Aguantamos» al otro desde nuestras resignadas fuerzas, pero eso no es tolerancia.
Hay un uso del término tolerancia que nos invita a entenderlo a, digamos, sentirlo desde las entrañas. La manifestación física de una reacción de intolerancia por causa de determinado alimento, medicamento o sustancia es una buena manera de ilustrar un proceso psíquico. En el caso de una intolerancia alimentaria, ante la imposibilidad de aceptar a ese “otro”, de asimilarlo, se produce una respuesta en la que nos debilitamos, pues ese “otro rechazado” nos enferma. Coloquialmente decimos “a este no lo trago”.
La película francesa Le Brio («Una razón brillante», Yvan Attal, 2017) nos sirve para elaborar actitudes que nos llevan un paso más allá de la tolerancia. En ella encontramos una relación asimétrica y conflictiva entre dos personas que pertenecen al mismo marco social. Él tiene más poder, en cuanto que es profesor, representante de una institución, y se vive a sí mismo como símbolo del estatus y los valores culturales definitorios de esa sociedad. Ella, joven estudiante de ascendencia argelina, se sabe depositaria de los prejuicios y clichés que su sola presencia suscita; es «la otra», esa otredad que el aparato digestivo de la sociedad de acogida no puede asimilar.
Al principio, ambos personajes sólo verán lo que cada uno representa y simboliza para el otro, es decir, la máscara. Evidentemente, “no se tragan”.
La propuesta de la película es que la necesaria colaboración entre ambos por alcanzar un fin común, implica que lo mejor de cada uno aflore y en virtud de ello comiencen a verse más allá de las máscaras asumidas.
Cuando nos vemos reflejados en la intolerancia del otro, en su rechazo, lo más común es tomar una actitud de ataque o replegarnos ofendidos. E incluso, como en cierto momento le pasa a la chica de la película, aceptar la retórica que nos mantiene en ese lugar estanco donde nos encasilla la intolerancia y que, en cierta manera, nos justifica en el fracaso.
Empezar a ver al otro no implica, necesariamente, aceptarlo, pero al menos es un comienzo de verdad para ambas partes. Cuando en el tribunal disciplinario la chica habla del profesor, éste oye no sólo las opiniones negativas, expresadas crudamente, sino también los valores que ella ha descubierto en él. Y es, quizás, en ese discurso sincero, que da cuenta de las luces y de las sombras que el otro nos ofrece -sin cargar las tintas en insultos ni en elogios- donde se opera un pequeño milagro: el ser reconocido. A diferencia de la palabra que nos califica o clasifica, la palabra que nos reconoce aplaca la violencia. Pues ser reconocido es lo que todos buscamos y lo que, en gran medida, apacigua la agresividad que manifestamos de formas muy diversas, suscitando siempre rechazo.
Retomando la idea inicial, en cada situación de asimetría que nos obligue a ser parte tolerante o tolerada, podemos optar por “empezar a ver” al otro, reconociéndolo, y confiando en que la mayor fuerza que puede ejercer cada ser humano en virtud, precisamente, de su humanidad, nace de la generosidad y compasión. Es esa fuerza la que nos mantendrá vivos como especie.